Estoy revisando una clase sobre gestión del alcance. Y hay una de las transparencias que me encanta porque me parece que resumen buena parte de lo que es la recogida de requisitos y la definición del alcance. El contenido es este:
Y me he acordado de un ilustre preguntón….
SÓCRATES, SIGLO IV AC.
Todo comenzó en Grecia y con un hombre muy especial que hacía demasiadas preguntas. En particular, en Atenas, lugar donde por aquel entonces nacía una forma de gobierno singular llamada democracia gracias a la que los atenienses (mujeres y esclavos no… eran otros tiempos) para tomar una decisión importante, podían exponer sus opiniones antes de votar lo que debía hacerse. Y todo comenzó, más concretamente, de la mano de un preguntón llamado Sócrates al que le encantaba pasearse por su ciudad natal haciendo preguntas a sus paisanos y discutiendo con ellos sus respuestas.
Este buen hombre se hizo famoso por reconocer que en realidad todos sus conocimientos eran triviales, útiles para salir del paso, sobrevivir o entretenerse pero para poco más y que –éste fue el titular que quedó para la posteridad- “yo sólo sé que no se nada”. Consideraba, no sin razón, que para qué le servía todo lo que sabía si desconocía lo más importante: cómo se debía vivir, qué hacer con su propia vida. Prefería, mientras se sentaba al sol en la ágora, pasar por un ignorante absoluto y tomar por grandes sabios a sus interlocutores –cuando entonces y dos mil cuatrocientos años después, lo habitual es lo contrario- y le daba buen resultado pues consideraba que, así, cada día sabía más.
Fue conocida su discusión con “el sabio” Calicles al que interpeló sobre qué era mejor, cometer una injusticia contra otro o padecerla uno mismo. La respuesta era obvia para el preguntado: es mejor cometer injusticias que ser víctima de ellas. Pero Sócrates opinaba lo contrario y pensaba que si alguien le hacía una fechoría, no por eso él se volvía peor ni perdía la virtud. Era el otro el que se manchaba. Consideraba que lo único que estropea nuestra vida son las injusticias y abusos que cometemos voluntariamente.
Todo ello mosqueó profundamente a Calicles. No sólo a él, sino a muchos otros de los “ciudadanos de bien” de Atenas que se sentían incómodos con nuestro amigo porque hacía dudar de las cosas que siempre se había creído. Porque, entonces y dos mil cuatrocientos años después, hay gente que está convencida de los dogmas en que creyeron sus padres y sus abuelos y sus tatarabuelos y está mal, pero que muy mal, discutirlos y menos cuestionarlos. Hay que aceptarlos sin más, sin darles más vueltas y enredar como hacía el bueno de Sócrates.
Hacer preguntas difíciles de contestar y cuestionar lo establecido era –y sigue siendo- una gran falta de respeto, incluso subversivo. Y, si te descuidas, te juzgan por ello y, en el peor de los casos, como le ocurrió al filósofo griego, te matan por ello. En su famoso discurso de defensa dijo aquello de que “una vida que no reflexiona ni se examina a sí misma no merece la pena vivirse”.
Y es que, eso de preguntarse a sí mismo vale, pero preguntar a los demás, está mal visto. Y sería muy poco razonable –y muy incómodo, por algo le dieron ese gintonic cargadito de cicuta-.
Y ya sabemos la tantas veces repetida frase de, nuevamente, G.B. Shaw, de que «el hombre razonable se adapta a las condiciones que le rodean mientras que el no razonable adapta su entorno a él, lo que nos lleva a la conclusión de que el progreso depende de gente poco razonable».
Sócrates se preguntaba, observaba, experimentaba. Preguntar le permitía salirse de las reglas del juego establecidas por el status quo y considerar nuevas posibilidades. Observar le permitía detectar pequeños detalles que le sugerían nuevas formas de ver y hacer las cosas. Al experimentar probaba sin descanso nuevas formas de vivir mejores y más justas y explorar su mundo.
Por ello, Sócrates hoy sería alguien a quien, cuando la gente le dijera “no”, escucharía “tal vez”, para quien el mundo sería un laboratorio en el que no quedarse quieto como un mueble, sino en el que experimentar formas de mejorarlo. Me lo imagino preguntándose continuamente ¿Qué pasaría si…? ¿Por qué hago las cosas de esta manera? ¿Qué sentido tiene que esto sea así?
Me imaginaría a Sócrates… como Project Manager… preguntando, haciendo equipo, empujando, creando equipo, no asumiendo nada…, pero se hubiera negado a pasar un examen de certificación…
Si no, si no tenemos patrón… podíamos nombrarlo SS: San Sócrates (aunque él nunca hubiera aceptado el «San»…)